"La histeria como fenómeno estético" por Mercedes Miralpeix



La histeria como fenómeno estético
Mercedes Miralpeix
UNSa-CONICET

Me permito comenzar mi exposición con el fragmento con el que Vilém Flusser inicia su ensayo Hacia una filosofía de la fotografía:
Las imágenes son superficies significativas. En la mayoría de los casos estas significan algo “exterior”, y tienen la finalidad de hacer que ese “algo” se vuelva imaginable para nosotros, al abstraerlo, reduciendo sus cuatro dimensiones de espacio y tiempo a las dos dimensiones de un plano. […]
El significado –el sentido- de las imágenes reside en sus propias superficies; puede captarse con una mirada. Sin embargo, en este caso el significado aprehendido es superficial; si deseamos conferirle cierta profundidad debemos permitir que nuestra mirada se desplace sobre la superficie, a fin de reconstruir las dimensiones abstraídas. Esta inspección ocular de la superficie de una imagen tiene por objeto registrar (scanning). La ruta que siguen nuestros ojos al efectuar el registro es compleja, porque está conformada por la estructura de la imagen y por las intenciones que tengamos al observarlas. El significado de la imagen como lo revela el registro, es, entonces, la síntesis de dos intenciones: la manifiesta en la imagen misma, y la manifiesta en el observador. Por tanto las imágenes no son conjunto de símbolos denotativos, como los números, si no conjunto de signos connotativos; las imágenes son susceptibles de interpretación (Flusser, 1990: 11).

En 1862 el médico Jean-Martin Charcot comienza a trabajar en el hospital francés de La Sâlpetrière. Por aquel entonces dicha institución albergaba cerca de 4500 mujeres entre las que se contaban mendigas, delincuentes, epilépticas, dementes e histéricas. El gran deterioro del edificio obligó a los médicos de la Sâlpetrière a dividir a las pacientes en dos grandes grupos, por un lado, las dementes y, por el otro, las epilépticas e histéricas; de este último grupo se encargó el Doctor Charcot y fue lo que motivó su interés por la investigación en torno a la histeria.
Entre las actividades a las que se dedicó Charcot en la Sâlpetriére, y que incluía no sólo el tratamiento de pacientes, sino también el dictado de clases, quizás la más llamativa fue la de un taller de fotografía. Este tenía como principal objetivo el uso de la fotografía en las investigaciones sobre las enfermedades neurológicas, principalmente sobre la enfermedad histérica. Con Charcot trabajaron fotógrafos como  Londe y Régnard quienes se dedicaron a fotografiar a diversas pacientes histéricas y luego volcaron los resultados de su investigación en La iconografía fotográfica de la Sâlpetrière, un extenso libro divido en tres tomos en el que Charcot intentaba desentrañar y describir la enfermedad histérica, diferenciándola de otras enfermedades neurológicas como la epilepsia. En esta obra, la imagen cobraba un papel central ya que constituía una corroboración gráfica de las hipótesis del médico francés. Así, la imagen tenía un valor de verificación, en el sentido positivista de la ciencia, ¿pero que implica otorgarle a la imagen fotográfica este valor? Y más aún ¿qué se esconde detrás del acto fotográfico?
Estas son las preguntas que motivaron a George Didi-Huberman, filósofo e historiador del arte francés, a la publicación en 1982 de su obra La invención de la histeria. Charcot y la iconografía fotográfica de la Sâlpetriére. La tesis principal de la obra de Didi-Huberman es que la histeria constituyó el fenómeno estético más importante del siglo XX. Esta polémica afirmación implica repensar a la enfermedad histérica bajo parámetros y categorías estéticas. En este sentido, para Didi-Huberman, Charcot habría sido un excelente artista que, a través del uso de la fotografía y de la teatralización de los ataques histéricos, habría presentado el cuerpo de la mujer histérica como su gran obra de arte.

La fotografía en la ciencia y su uso en la Sâlpetrière: primer momento de la construcción del cuerpo histérico
A partir del siglo XIX, con la invención de la fotografía, la ciencia experimentó una profunda revolución en relación a los métodos que eran empleados para la corroboración de sus diversas hipótesis. Por primera vez en la historia la ciencia alcanzaba su máximo nivel de objetividad gracias a la cámara fotográfica que permitía retratar objetos, situaciones, etc., tal como estos aparecían en el mundo real. La fotografía desplazó, así, al método gráfico al eliminar dos de sus principales obstáculos: por un lado, su carácter distanciado del lenguaje, pues todo gráfico necesita de una descripción para una mejor comprensión; por otro lado, venía a suplir la inmediatez, demasiado “distraída y defectuosa” de nuestros sentidos (Didi-Huberman, 2010: 49) que imposibilitan la captación adecuada de objetos, situaciones, movimientos, etc., De este modo, la fotografía permite reproducir lo real con un máximo nivel de objetividad.
En la fotografía ya todo es objetivo, incluso la crueldad: podemos ver, se dice, ‘hasta el defecto más imperceptible’. Casi una ciencia; la humildad hecha ausencia de lenguaje. Este mensaje sin código será siempre más detallado que la mejor de las descripciones; y, en el campo de la medicina parecería haber llevado a cabo el ideal mismo de la ‘Observación’, caso y cuadro reunidos en uno sólo (Didi-Huberman, 2010: 49-50)
Además de por su carácter de objetividad, el interés de la ciencia por la fotografía estuvo mediado por su valor de previsión. Las imágenes fotográficas son susceptibles de previsión, es decir, tienen un valor de indicio que nos permite diagnosticar aquello que se nos escapa a la visión. Mediante tomas ampliadas podemos “ver un microbio, incluso si se necesita como complicados intérpretes el microscopio, los colorantes y los cultivos, en el mismo lugar en el que serían imperceptibles un miasma o una gripe. Ver un ser implica ya prever un acto” (Canguilhem, 1996: 12. Citado por Didi-Hubermann). Ver y prever, se trata de anticipar el saber en el acto de ver. Fue precisamente por este valor de previsión que la fotografía ingresó de manera triunfante, a partir de los años 60 del siglo XIX, a las ciencias médicas y biológicas y lo que motivó a Charchot en sus trabajos en la Sâlpetrière: “la fotografía fue, pues, para él al mismo tiempo un procedimiento experimental (un útil de laboratorio), un procedimiento museográfico (archivo científico) y un procedimiento de enseñanza (un útil de transmisión)” (Didi-Hubermann, 2010: 48).
No obstante, este uso médico de la fotografía no fue un mero capricho del Doctor Charcot, sino que correspondía a los intereses de la época. En Francia aparecieron los primeros intentos por hacer de la fotografía un método científico, con este fin la Sociedad médico-psicológica de París se reunió el 27 de abril de 1867 para tratar el tema de “la aplicación de la fotografía en el estudio de las enfermedades mentales”. Las discusiones que se llevaron a cabo en esa reunión no versaban sobre el valor epistemológico de la imagen fotográfica, pues ésta les parecía demasiado evidente, sino que se sentaron las bases protocolares de una transmisión de la imagen, esto es, el problema de la reproductibilidad y el tratamiento bibliográfico de las mismas.
Influenciado por este ambiente de su época Charcot hizo de la Sâlpetrière una verdadera fábrica de imágenes: la fabricación fue metódica y se convirtió el algo verdaderamente canónico. El fin de todas esas fotografías era elaborar una tipografía de la enfermedad histérica, cristalizar, ejemplarmente, el caso en un cuadro en la que el Tipo se condensaría en una única imagen o en una serie inequívoca de imágenes: las facies
Determinar las facies propia de cada enfermedad, de cada afección, mostrarla a los ojos de todos: esto es lo que puede hacer la fotografía. En ciertos casos dudosos o menos conocidos, la comparación de pruebas tomadas en diversos lugares o en épocas distantes permitiría asegurar la identidad de la enfermedad en diferentes sujetos que no hemos tenido bajo nuestra supervisión al mismo tiempo. Esta tarea ha sido desarrollado con rotundo éxito por el señor Charcot, y ahora ya conocemos bien las facies propia a tal o cual afección del sistema nervioso (Londe, 1889: 15. Citado por Didi-Huberman)

De este modo, el retrato se convierte en la vía de acceso principal del estudio de las enfermedades neurológicas y, en el caso de las pacientes retratadas de la Sâlpetrière, de la histeria. Pero acá cabe preguntarnos, por un lado, el valor epistemológico de las imágenes de estos rostros y, por el otro, examinar en qué consiste el acto fotográfico en sí mismo. Todo acto fotográfico necesita de un fotógrafo y de un objeto, situación o persona, que vaya a ser fotografiado. En el caso de la imágenes fotográficas de los objetos, la manipulación de éste por parte del fotógrafo no representa serios inconvenientes: aquel que va a fotografiar realiza un corte espacio/temporal y mediante la cámara fotográfica nos devuelve una imagen de la realidad según el punto de vista que le interese poner de relieve. En este caso, el objeto esta allí para ser fotografiado y manipulado según los intereses del fotógrafo. El problema se presenta cuando la fotografía tiene como su objeto un rostro.
En La cámara lúcida Ronald Barthes sostiene que la foto-retrato es una empalizada de fuerzas. Allí cuatro imaginarios se cruzan, se rozan y se deforman. Ante el fotógrafo el retratado es a la vez aquel que cree ser, aquel que quisiera que creen que es, aquel que cree el fotógrafo que es y aquel de quien se sirve el fotógrafo para exhibir su arte. La foto-retrato crea así un orden ficticio que rápidamente pone en duda el valor epistemológico de la misma, pues en el mismo acto de posar ya se supone una transformación del sujeto que es fotografiado: “cuando me siento observado por el objetivo [el fotógrafo] todo cambia, me constituyo en el acto de ‘posar’, me fabrico instantáneamente otro cuerpo, me transformo por adelantado en imagen. Dicha transformación es activa: siento que la fotografía crea mi cuerpo o lo mortifica, según su capricho” (Barthes, 1990: 41).  En otras palabras, la foto-retrato hace nacer una imagen que no puede identificarse con el sujeto fotografiado, en este sentido, la fotografía no nos devuelve una imagen de la realidad sino una ficcionalizada.
Como sabemos, cuando Charcot fotografiaba a sus pacientes las inducía a tomar ciertas poses influenciadas por el efecto de narcóticos, electrochoques o bajo el shock que les producía la vibración de ciertos sonidos. De este modo, el médico francés montaba todo un trasfondo escénico antes de capturar las imágenes de sus pacientes. En estas escenificaciones Charcot, y sus fotógrafos hacían nacer a las primeras imágenes del cuerpo histérico (Ver anexo 1). Pero este nacimiento no hubiese sido del todo posible sin acuerdo tácito entre el fotógrafo y el fotografiado. En este sentido, Didi-Huberman sostiene que la creación del cuerpo de la histérica fue posible gracias a la existencia de una dialéctica: de un deseo de saber/conocer por parte del médico y de un deseo de curación por parte de la paciente que, en su demanda de amor, se entrega dócilmente a los requerimientos de la experimentación.

Cartografía de los cuerpos: Charcot y el teatro hipnótico. Segundo momento de la creación del cuerpo histérico
Bajo la hipótesis de que la impresionabilidad de las pacientes histéricas no era más que una “debilidad de resistencia congénita o adquirida de los centro vaso-motores” (Didi-Huberman, 2007: 240), Charcot elaboró toda una teoría psicofisiológica que implicó toda una cartografía del cuerpo histérico. Esta  le permitió tomar medidas de las sensibilidades de sus pacientes “localizar las formaciones locales, las morfologías, sobretodo las simetrías. No definir, más bien cartografiar los cuerpos, ‘caras dorsales’, ‘caras ventrales’, líneas medianas, zonas, puntos ‘histerógenos’, fronteras bien delimitadas” (Didi-Huberman, 2010: 240). De este modo, al igual que “El esquema de las proporciones humanas” [1490] de da Vinci o la Tabla antropométrica de la simetría de los cuerpos humanos” [1528] de Alberto Durero, donde se delineaban las proporciones que debía tener el cuerpo humano para ser representado en un lienzo y hacer de éste una buena obra, Charcot fijaba las proporciones del cuerpo para construir una “buena histérica” (Ver anexo 2).
Una vez construida la cartografía del cuerpo histérico, Charcot procedió a su instrumentalización a través de la experimentación con sus pacientes. Los experimentos en la Sâlpetrière consistían en la repetición de diversas técnicas (electrochoques, caricias, toqueteos, penetraciones, etc.) que inducían a las pacientes a diversos estados donde era posible detectar síntomas propios de la histeria, como la catalepsia. Esto supuso un reemplazo de una metafísica de la enfermedad por una metafísica de los hechos, es decir, “una suplencia, el añadido, como si nada, de ‘lo que hace falta’ para construir o reconstruir un hecho cuando falta el sentido de su origen” (Didi-Huberman, 2010: 242). En nombre de esta metafísica y bajo el imperativo de “hacer ciencia”, Charcot creó un cuerpo donde fuese posible llevar a cabo sus experimentos, así, la mujer histérica fue el lienzo donde Charcot pintaba su obra. Para Didi-Huberman este es el punto nodal que nos permite comprender a la histeria como un fenómeno estético mediada por una dialéctica del encanto, consistente en un acuerdo imaginario entre la paciente y el médico. En su demanda de amor, la histérica entrega su cuerpo para que el médico pueda experimentar, pero en esta experimentación Charcot impone a sus pacientes la repetición de diversas formas, poses, etc., con el fin de poder reproducir los ataques histéricos. En este sentido, la hipnosis se volvió un método fundamental para el montaje del espectáculo histérico: “una histeria experimental: la hipnosis se había convertido, pues, en una especie de marco, un patrón de la histeria, pero preciso, menos epistemológico que técnico, practicado. La hipnosis fue, en realidad y sobretodo, receta de histeria” (Didi-Huberman, 2010: 249).
Charcot consideró que la hipnosis era un estado totalmente excepcional ya que constituía una alteración total del funcionamiento del organismo y una alteración desencadenable a voluntad, que se había vuelto único para la observación:
Entre el funcionamiento regular del organismo y las alteraciones espontáneas que acarrea la enfermedad, la hipnosis se convierte en una vía abierta a la experimentación. El estado hipnótico no es nada más que un estado nervioso artificial o experimental, cuyas manifestaciones múltiples aparecen o desaparecen, según las necesidades del estudio, a capricho del observador (Chacrot, OC, IX: 310. Citado por Didi-Hubermann).
La hipnosis permitía hacer del sujeto histérico un sujeto empírico totalmente maleable a los requerimientos de la investigación. La sugestión hipnótica permitía poner en escena a la histeria, pues a través de ella se provocaba un síntoma, para luego suprimirlo y después volver a provocarlo. Se trataba de una técnica en la que el médico hacía, rehacía y deshacía a voluntad con el fin de delinear y separar perfectamente los estados histéricos. Al igual que con la fotografía, la hipnosis construía un cuerpo dotado de, al menos, dos cualidades: por un lado, un cuerpo desencadenante, se presiona, se ordena y el efecto llega; por el otro, un cuerpo totalmente articulable a voluntad, dominado por una sumisión increíblemente plástica (ver anexo 3).

El teatro en llamas: el encuentro con lo real
Con la hipnosis Charcot consuma la fetichización del cuerpo paciente, un saber-hacer hacer del cuerpo histérico y, al mismo tiempo, monta en torno a éste todo una teatralización. Dominada  por una dialéctica del encanto, la histérica siente y cree que el médico sabe todo sobre sus sentidos y ella, que no sabe nada, espera la curación. Una curación ‘milagrosa’ que admite como único factor la sugestión, aquello que se anticipa y define el estado mental histérico por excelencia y donde el espíritu no tarda en dominar el estado físico. En esta transferencia, la histérica fue despojada de la intención de renunciar a su enfermedad y en vez de eso estuvo destinada a repetirla una y otra vez. Las lecciones de los martes impartidas por Charcot pueden ser consideradas como un verdadero teatro, donde los médicos se servían de la actuación de las mujeres histéricas para recrear la enfermedad:
Pues el teatro hipnótico, en tanto que esta ‘dominado’ por el ‘fascinador’, delimita e intensifica el síntoma: le fuerza a la perfección de un dibujo, que ofrece, en el mismo artificio, como una realidad del acontecer sintomático en sí mismo. Este acontecer es, pues, por su espontaneidad susceptible de ser atajado; en cuanto atajado, susceptible de ser vuelto a provocar, metódicamente. Hay en ello una teatralidad que busca algo así como la cristalización del aspecto en teoría, y por medio de su reposición en escena, como una refabricación de su evidencia. Ese teatro es también el teatro del poder de fabricar las taxonomías de cuerpos en sufrimiento. Tiende, de hecho, a exorcizar el síntoma con la repetición experimental, hipnótica, del síntoma (Didi-Huberman, 2010: 323).
En esta teatralización lo único que logra truncar aquella dialéctica del encanto es el encuentro con lo real. En una de las famosas lecciones de los martes Agustine, una de las pacientes predilectas de Charcot, entró en angustia al reconocer entre los espectadores de la pantomima de una antigua violación, a su violador en persona. A Agustine la desborró un terror absoluto que logró exteriorizar en una queja hacía Charcot: “me dijiste que me curarías”, decía, “me dijiste que me harías otra cosa. Querías que yo cayese”. El encuentro con lo real produjo una interrupción del espectáculo, un quiebre del contrato imaginario entre la histérica y Charcot, una renuncia por parte de la histérica del síntoma y, en consecuencia, de su repetición.
Anexo 1


Anexo 2


Anexo 3



Bibliografía
Barthes, Roland (1990): La cámara lúcida, Paidós, Bs. As.
Didi-Huberman, Georges (2007): La invención de la histeria. Charcot y la iconografía fotográfica de la Sâlpetrière, Arte Cátedra, Madrid.
Flusser, Vilém (1990): Hacia una filosofía de la fotografía, Trillas, México.

















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