Alberto Burnichón: breve historia del hombre que amaba los libros. Silvana Irigoyen

“Burnichón era una especie de peregrino de la letra impresa, extraña cruza de Gutenberg, Viajante de Baley, mormón laico y unas gotitas de chivo sabio.” Mario Paoletti (escritor y periodista argentino)

25 de marzo, “Día del Editor”, en Salta (Ley 8074), en homenaje a Alberto Burnichón, editor independiente, que recorrió la Argentina profunda entre 1940 y 1976 en busca de las voces silenciadas por la industria editorial hegemónica.

Burnichón fue titiritero, director e integrante de teatro en Tucumán, pero principalmente un editor de libros y plaquetas de poesía, cuentos, dramaturgia, dibujos e ilustraciones de artistas de distintas provincias y en su mayoría desconocidos, en tiempos en que prácticamente Buenos Aires concentraba la totalidad de la industria editorial.

Burnichón fue un librero y editor golondrina; hombre de “libros llevar”.

Nació en Tigre, Buenos Aires, en 1918. Llegó a Tucumán a inicios de los 40, donde comenzó su militancia cultural, participó en el armado del teatro de la Universidad Nacional de Tucumán (UNT), conoció a la filósofa y pedagoga tucumana María Esther Saleme (“La Negrita”) con quien contrajo matrimonio y tuvo cuatro hijos.

Estuvo íntimamente ligado a la historia cultural de Salta. Fue uno de los integrantes del movimiento cultural La Carpa ( 1940) y gracias a su vehemente y cuidada labor editorial se conocieron en Buenos Aires y el resto del país, las obras de poetas como Manuel Castilla, Jacobo Regen, Holver Martinez Borelli, Raúl Araoz Anzoáteguy, Víctor Hugo Cúneo, Raúl Galán, Miguel Angel Pérez, Walter Adet; obras plásticas de Luis Saavedra, Crist, Carlos Alonso, entre tantos.

El 25 de marzo de 1976 la Triple A lo secuestró y asesinó. Este señor de “libros llevar” representaba un peligro por ese cargamento de ideas, pero sobre todo por fortalecer lazos de hermandad entre los artistas e intelectuales del interior profundo.

Al respecto, sostiene el escritor Aldo Parfeniuk: “Burnichón no era peligroso porque publicaba textos “subversivos” ni mucho menos (él sistemáticamente se negó a que su editorial golondrina fuese un instrumento movimientista, o de militancia partidista); sino simplemente porque publicaba y unía, como nadie en ese momento, y especialmente en el interior del país, voces emergentes de una cultura – hasta entonces silenciada y descohesionada- que lúcidamente despertaba a las posibilidades reales de construir una identidad que, a partir de esas expresiones de las provincias interiores, críticamente cruzadas con las más actualizada información universal, se integrara con el resto de una Latinoamérica a la cual, no lo olvidemos, Buenos Aires prefería darle la espalda”.

Su gran amigo, el poeta y titiritero Roberto Espina expuso durante un homenaje en su memoria:

“Cómo sacar palabras que digan lo que realmente perdimos, porque no mataron a un amigo; no, mataron los valores que como bandera llevaba este amigo. Ahí está el crimen feroz del que cuesta recuperarse. Cada 25 de marzo nos reúne este hermano, este amigo; los valores que sustentaban una sociedad; y lo que perdimos fue esa sociedad, perdimos ese tiempo, el tiempo de la solidaridad; porque si algo fue, esencialmente, este hermano, fue ser solidario. El enemigo que tenemos nosotros dentro y está afuera se llama “ego”. A pensar solamente en nosotros es a lo que nos está obligando esta sociedad; a ser mezquinos, individualistas, competitivos. Alberto resultó ser una persona que hacía su recorrido por varias vocaciones, y que desembocó en ser mensajero; haciéndonos saber de la gente que valía la pena en el país, de la gente que hacía cosas generosas; hacernos conocer a los poetas, a los pintores, a los escritores, a los titiriteros, a la gente que ledaba alma a un país. Eso simbolizaba y simboliza este hermano. La última tarde que estuvimos comiendo queso y tomando vino -como era su hábito, ya que siempre llegaba con sus quesos exquisitos y sus vinos también deliciosos-, ahí me despedí, porque tenía que irme del país; nos habían echado, como a todos, de la Universidad del Comahue. Y me entero del funesto hecho de sumuerte en México...Desde entonces, hay un sabor a queso que me aroma el recuerdo, y cuando bebo, despacio, sorbos de un vino espeso, brindo en su homenaje”.

Acerca de él, recordaba el inmenso escritor, Eduardo Galeano, en su libro Días y Noches de Amor y de Guerra: “Yo también conocí a ese inocente, mercader de hermosuras invendibles, que recorría las llanuras y las sierras con los brazos cargados de dibujos y poesías. Burnichón se sabía el país piedra por piedra, persona por persona, el sabor de los vinos, la memoria de la gente. De Burnichon aprendí la humildad, la sabiduría que el pudor oculta, la cordialidad, el abrazo de verdad y el mejor brindis que he escuchado jamás y que habitualmente uso, invocando las fuentes: ¡por el pretexto!”.

Su esposa, María Saleme, lo definía como “Un buceador”; de la vida y la cultura; alguien que se daba siempre, sin esperar el vuelto”

Alberto Burnichon perdura en las palabras; en las palabras de los otros; esas palabras de tantos escritores que publicó; y en la luz de tantos dibujantes y artistas plásticos cuyas obras dio a conocer. Es un hermanamiento que solo la amistad y el respeto entrañan.

La feroz muerte no pudo con tanta vida: este “editor-chasqui”, “este editor- partero”, vuelve a renacer, está naciendo siempre, en las voces de poetas y escritores que dan a luz tantas editoriales independientes a lo largo y ancho del país.

La memoria, agradecida.

“Alberto Burnichon, multiplicado, seguirá recorriendo el país mientras haya un escritor, un poeta de silenciada palabra”; María Saleme




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